La ocupación del lenguaje
La derecha no solo disfruta de un poder político y económico
indiscutible sino que también busca la hegemonía cultural. Para hacerlo,
procura desacreditar el progresismo valiéndose muchas veces de su discurso
Actualmente la derecha acapara un inmenso poder político y económico.
Pero además de imponer en toda su radicalidad el modelo neoliberal, trata de
operar un cambio de mentalidades que lo normalice y con ello ejercer la
hegemonía cultural mediante el control de las representaciones colectivas. Este
proyecto se sustenta en una campaña sistemática de autolegitimación y
descrédito de los argumentos progresistas, en coordinación con la derecha
mediática mayoritaria, cuyas estrategias discursivas fundamentales son:
La creación y propagación de conceptos.
Propias o prestadas, las nuevas nociones trazan un mapa de la vida
pública, sus actores y sus conflictos: competitividad, moderación salarial, dar
confianza a los mercados, privilegios (para denominar derechos), copago. Se
exponen como verdades incuestionables pero su sentido y alcance nunca se
explicitan, pues parecen lograr mayor eficacia práctico-política cuanto menor
es su precisión semántica. Por ejemplo, “libertad” asume un significado muy
cercano a “seguridad”. El eslogan de la BESCAM en Madrid lo ejemplifica:
“Invertir en seguridad garantiza tu libertad”. Como en la “neolengua” de
Orwell, las nuevas nociones son a menudo “negroblancos”, inversiones del
significado común de los vocablos. El “Plan de Garantía de los Servicios
Sociales Básicos” es el programa de recortes del gobierno de Castilla-La
Mancha. El “proceso de regularización de activos ocultos” de Montoro es una
amnistía fiscal.
Klemperer narra que la población alemana no hizo suyo el lenguaje de los
nazis a través de sus tediosas peroratas, sino por medio de expresiones
repetidas de modo acrítico en los contextos de la vida cotidiana. Las palabras
de los actuales líderes de la derecha no son menos letárgicas. Sus muletillas
(“no se puede gastar lo que no se tiene”; la sanidad “gratuita” es
insostenible; solo nosotros tenemos “sentido común”) contrarían cualquier
prueba de verdad o validez normativa: el capitalismo financiero se basa en el
crédito, o sea, en “gastar más de lo que se tiene”; la sanidad pública no es
gratuita, sino financiada colectivamente; y es una inversión ideológica y un
dislate suponer que cabe sentido común en el hecho de reclamarlo como propio y
exclusivo, es decir, como no común. Pero por su simpleza, su fuerte arraigo en
la doxa y su apariencia no ideológica, tales expresiones consiguen adhesión.
La usurpación de la terminología del oponente.
Nadie es dueño del lenguaje, pero las expresiones se adscriben
legítimamente a tradiciones, relatos e identidades políticas determinadas. Al
usurpar los términos de la izquierda, la derecha neutraliza y a la vez
rentabiliza su sentido contestatario. Esperanza Aguirre afirma que las
políticas de los sindicatos “son anticuadas, reaccionarias y antisociales”.
Palabras como “cambio” o “reformas”, antes vinculadas a proyectos progresistas,
disfrazan ahora contrarreformas. Rajoy dijo en la conmemoración oficial de la
Constitución de 1812: “Los gaditanos nos enseñaron que en tiempo de crisis no
solo hay que hacer reformas, sino que también hay que tener valentía para
hacerlas”. Sustentándose en la reputación de espacios y tiempos
institucionales, los actuales recortes se invisten del valor simbólico de
reformas históricas.
La estigmatización de determinados colectivos.
Médicos, enseñantes, funcionarios, estudiantes y trabajadores fijos son
descalificados. Al disfrutar de supuestos “privilegios”, parecen co-responsables
de la situación actual. Desprestigiándolos se puede activar un malestar social
basado en el rencor, la envidia y el miedo, y socavar la reputación de lo
público para justificar su liquidación. Se alude a los desempleados como
beneficiarios de la reforma laboral, pero se les supone holgazanes que deben
redimir su inutilidad con labores sociales. Un empresario farmacéutico,
Grifols, propone como solución donar sangre: “En épocas de crisis, si
pudiéramos tener centros de plasma podríamos pagar 60 euros por semana, que
sumados al paro son una forma de vivir”. El parado se convierte así en un
desecho cuyo cuerpo puede ser mercantilizado. El siguiente paso podría ser la
venta de órganos o de los hijos a los que no se pueda mantener. Los primeros ajustes
en la sanidad pública penalizan a un nuevo apestado, el enfermo, lo señalan
como causante del déficit, y exigen que (re)pague por su debilidad. Si la
estigmatización es el paso previo a la expulsión, como ya ocurre con los sin
papeles, otros muchos colectivos podrán ser excluidos.
Un método de argumentación basado en la simpleza y la comprensión
inmediata.
De nuevo, el “sentido común”, ritornellofavorito de Rajoy,
sustenta este procedimiento. Formas de razonamiento y esquemas mentales al
alcance de todos hacen posible que las ideas y soluciones impuestas sean
aceptadas como conclusiones propias, expresiones de un pragmatismo irrefutable
y del interés colectivo. Se apela así a espacios imaginarios de consenso de los
que el oponente no puede autoexcluirse: “No es una cuestión de izquierdas o de
derechas, sino de sentido común”, afirma Alicia Sánchez-Camacho.
El eufemismo, la atenuación y la exageración, el defender premisas
contradictorias, se han normalizado en el repertorio retórico derechista: Rajoy
afirma que hará “cualquier cosa que sea necesaria, aunque no me guste y aunque
haya dicho que no la iba a hacer”. La reducción de profesores interinos “no se
puede plantear en términos de despidos —alega el ministro Wert—, sino de no
renovación de contratos”. Beteta generaliza burdamente: los funcionarios “deben
olvidarse de tomar el cafelito, deben olvidarse de leer el periódico”.
La construcción de marcos de sentido.
La acción del gobierno de Zapatero era tachada de improvisada, mendaz e
insensata. Establecido ese marco, cualquier medida gubernamental corroboraba la
imputación general y así se lograba una incontrovertibilidad que desconocen las
fórmulas dialogantes. En el espacio público se tiene más poder cuando se
controla el marco de lo decible y discutible. La derecha es magistral
utilizando esta estrategia, pero tras una prolongada degeneración de la vida
pública, de la que el PSOE es corresponsable, se ha consolidado una visión
consensual indistinta de la lógica del sistema: no hay más que una realidad y
ninguna opción para interpretarla.
Una táctica de “orquestación”.
La reiteración machacona de una consigna (y no de un argumento, como
sugiere la equívoca noción de “argumentario”) a varias voces, en momentos y
lugares distintos, es habitual: “los interinos han entrado a dedo”, “los
sindicatos viven de las subvenciones”, “los profesores trabajan poco”,
etcétera. “Lo que digo tres veces es verdad”, afirmaba el Bellman de Lewis Carroll.
La derecha saca partido de esa “performatividad” que rige la economía de los
enunciados públicos: cuando un comportamiento es reiteradamente reputado de
normal, se tiende a normalizarlo; o a estigmatizarlo, si se le ha tildado
repetidamente de anómalo.
La fijación de estos mecanismos gracias al poder amplificador de los
media.
Los medios funcionan como laboratorios discursivos que difunden las
nuevas expresiones y consignas, y los asesores preparan declaraciones
inmediatamente traducibles a un titular. Inversamente proporcional al impacto
de estos mensajes resulta la capacidad de contestarlos: los análisis críticos
se disuelven en un aluvión de artículos, columnas y editoriales que logran una
difusión e influencia mucho menor.
La moralización del discurso público.
La política contemporánea se desvía hacia un registro moral, explica
Rancière. Pero el moralismo de la derecha desconoce las razones del otro: bueno
o malo, normal o aberrante, son calificativos atribuidos de modo categórico y
sin margen de discusión, apropiándose la universalidad de la noción en disputa,
como señala Zizek. Las “personas normales, sensatas…, españoles de bien” a que
apela Rajoy son indudablemente de derechas. Cuando encubre su integrismo moral
la derecha incurre en la paradoja política: Ruiz Gallardón pretende asumir la
defensa de los derechos de las mujeres y la lucha contra la “violencia
estructural” que padecen con una contrarreforma de la ley de aborto limitadora
de derechos y que refuerza la violencia legal.
Muchos ciudadanos nos sentimos justamente indignados por lo “descarado”
de estos procedimientos. Y quizá sea en esa desfachatez, pérdida del rostro,
donde podría cifrarse tanto su fragilidad como la inquietante capacidad de
contagio de sus postulados.